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13 septiembre 2021
Autor: DAE Formación
Duración aproximada de lectura: 5 min

Ángel de la guardaHace cuatro años que empecé mi viaje en Enfermería y recuerdo como si fuese ayer la razón que me impulsó a escoger esta carrera. Tengo que decir que, desde pequeña, quería estudiar Medicina, pero todo cambió cuando conocí a Juana. Y heme aquí, terminando Enfermería.

Mi abuela llevaba dos semanas internada, y aún no sabía cuánto más se quedaría allí. Coger el autobús cuando terminaba el colegio, saludar al guardia de seguridad y merendar junto a Juana era la rutina que yo seguía.

El día transcurría con normalidad, como siempre lo hacía. Los segundos corrían, y luego los minutos. El tiempo seguía su curso y no se detenía, como también las vidas de las personas a tu alrededor lo hacían.

A través de las ventanas, Carmen, mi abuela, observaba a la gente caminando, corriendo, hablando, sonriendo… Viviendo como cualquier persona haría. Pero al otro lado, todo era diferente, examinaba a su alrededor con recelo, y con el miedo reflejado en su mirada. Me preguntaba “¿qué es este lugar?, ¿por qué estoy aquí?, ¿quiénes son estas personas?, ¿quién eres?, ¿qué miras?”. Yo me acercaba hasta la ventana donde estaba parada, asustada, tan triste y apagada. Y una sonrisa yo le regalaba, mas ella no me contestaba.

Juana, la enfermera, decía que tú me reconocías, y con un apretón de manos yo te decía, “yaya, ¿sabes quién soy?”, y al escuchar el sonido de mi voz, con tus ojos brillantes me respondías.

Al día siguiente, cuando llegué, fui a buscarte a la ventana, pero tú ya no estabas. Juana, la enfermera, que con gran pesar me miraba, me dijo que con las estrella, tú te hallabas.

A partir de ese momento, solo a Juana visitaba.

Juana era una mujer fuerte y cariñosa, que amaba su profesión y que poseía la virtud más especial de todas: la empatía. Juana siempre estaba ahí en cuerpo y alma, al pie del cañón, regalando sonrisas, caricias, abrazos, apretones de manos…  Juana era una persona de carácter noble, que escuchaba, conversaba, comprendía y apoyaba a sus pacientes, o, como ella los llamaba, su familia.

Juana sabía que cuidar no solo consistía en curar heridas, colocar vendas y administrar medicación, sino también en el estar con las personas, tanto en los momentos buenos como en los menos buenos; ser ese halo de luz en el medio de la oscuridad; saber calmar los miedos de cada paciente, y como siempre me decía, “cada persona es única, nunca lo olvides”. Juana era paz, era esa tranquilidad que sientes cuando sabes que cuentas con esa persona, si en algún momento, necesitas ayuda. Juana es mi ángel de la guardia, y es por ella que elegí estudiar Enfermería.

Desde que empezó la pandemia de la COVID-19, no pude ir a visitar a Juana; no obstante, la llamaba por teléfono todos los días.

Juana, como ya he dicho, era la persona más fuerte que he conocido. Una tarde la llamé toda preocupada, pues ya había salido por las noticias la situación por la que estaba pasando el país. Le aconsejé que dejase esta lucha, que la dejase para personas que tuviesen menos riesgos si llegaba a contagiarse, pero ¿qué creéis que me contestó Juana? “Llevo 40 años trabajando, y no voy abandonar a mi familia ahora que me necesita más que nunca”. En esos momentos, en la residencia no había ningún contagio y las visitas todavía estaban permitidas. Los días pasaban, yo continuaba con mis prácticas clínicas y en la residencia no había ningún contagio. Cada día que hablaba con ella le insistía en que dejase ese sitio a alguien que tuviese menos riesgos que ella y siempre me contestaba lo mismo “no voy a abandonar a mi familia, no les voy a dejar solos”. La residencia prohibió las visitas, y yo cada vez estaba más asustada. Aquel día, la llamé y le pregunté cómo estaba. Ella, con voz gangosa, me contestó que no me preocupase, que estaba bien; sin embargo, su voz reflejaba todo lo contrario. Y le volví a preguntar “¿cómo estás, Juana?, y no me mientas, que te conozco desde que tengo diez años”. Su siguiente acción fue echarse a llorar, el virus ya había alcanzado la residencia y no existían los recursos suficientes para hacerle frente, no sabían el número de contagios, no había respiradores, por no haber, no había ni mascarillas. Los ancianitos, todos en sus habitaciones, sin poder salir, y con el temor de no volver a ver a sus familias. Tan grandes eran el miedo y la desesperación que eran palpables en el aire. Aparecieron los primeros fallecimientos, y, con ellos, el caos se desató. Los centros de salud, saturados, no había suficiente personal sanitario, los equipos de protección eran insuficientes…  Recuerdo a mi madre llorar, llamando al centro de salud, para que fuese a la residencia un médico, porque mi abuelo tenía fiebre, el médico respondiendo que no había equipos de protección y que no podía ir. La residencia, desamparada, sin atención médica, la cual brillaba por su ausencia…

A la llamada al centro de salud siguieron otras a la residencia, a Juana, a los propietarios de la residencia… De todos ellos el único que contestó fue el propietario, respondiendo que el médico iría mañana, que no nos preocupásemos, que, aunque fuésemos a por mi abuelo no podíamos llevarlo a urgencias, ni tan si quiera a casa. Dos días pasaron sin atención médica, dos días pasaron sin hablar con Juana. Al tercer día llamó el médico para notificarnos el fallecimiento de mi abuelo por una parada cardiorrespiratoria. Juana ese mismo día llamó, llorando, desesperada, agotada, pero seguía luchando allí adentro.

La situación, cada vez más complicada, las personas mayores golpeando las puertas queriendo salir, los respiradores seguían sin llegar, cada vez más contagios, más fallecimientos, y las ambulancias que no llegaban…

El último día que llamé a Juana se había contagiado. Se despidió entre lágrimas, anteponiéndose en la peor situación. Efectivamente, a los tres días de ser ingresada en el hospital, falleció.

Por ello cuando me preguntan qué es para mí ser enfermera respondo que es dar siempre lo mejor de mí para mejorar una vida. Mis acciones van mucho más allá de extracciones de sangre, inyecciones y sueros. Porque para poner un suero me he pasado mucho tiempo de estudio y práctica. Y aunque los libros y profesores enseñen patologías, tratamientos y técnicas, nadie te prepara para dar palabras de aliento a una persona que se debate entre la vida y la muerte, tampoco para cómo actuar con sus familiares, ni a no derrumbarte con la muerte de un paciente.

Para mi enfermería es acompañar, estar presente, como Juana estuvo, al pie del cañón. Pero esto no significa que las enfermeras sean robots. Las enfermeras también son humanas, personas que se agotan, que necesitan comer, que necesitan descansar, que necesitan cuidar de sí mismas para poder proporcionar su ayuda. No juzgues si ves a una enfermera descansar, si la ves tomar café o comer algo, porque ese será el único momento en el que pueda parar. Créeme, hay días que no hay tiempo ni para tomar un sorbo de agua. Enfermería para mí es nobleza y respeto por la vida.

Te veo en cada paciente, que hoy me recibe con una sonrisa, y me acuerdo de ti con alegría. Y como tú siempre me decías, todos únicos en esta vida.

 

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